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El centro de gravedad de mi vida, el punto alrededor del cual
todas las partes emocionales y físicas se equilibran unas a otras, ha variado a
lo largo de ella y de qué manera pero ésta es la última. Ha salido de mí y se
ubica en ti.
Quiero contártelo.
A los quince años era Punk. Sí, llevaba cresta violeta, aros
en las orejas, pulseras de pinchos, botas militares y demás accesorios que no te
detallo. Mi grupo eran los Sex Pistols.
“Anti –Todo” era mi lema… antifascista, antimilitarista,
anticapitalista y antimímisma, ésto sin saberlo. En casa era, según mi madre, un desastre, para otros miembros de la familia una histérica
y, una gorda asquerosa, según mi hermana
Ana cada vez que me veía comiendo un bollo de crema. A pesar de todo no era
como los demás creían. Eso, supongo, les
pasa a todos, porque en definitiva somos como un caleidoscopio que cambia de
forma según los ojos que lo miren y las manos que lo muevan.
Llegué a los veinte
años y dejé las muñequeras, los aros y, por supuesto, la cresta. Acabé la
carrera y comencé a trabajar a tiempo parcial en una Editorial, ya no llevaba
mallas rotas ni camisetas negras, las cambié por vaqueros, camisas, chalecos de
flecos tipo country y ropa adecuada. Pero
aunque desde fuera pareciese una, seguía siendo dos y mi centro de gravedad se
desplazó buscando una nueva forma de destrucción. Elegí entre los varios venenos a mi
disposición, el alcohol . Creía pasarlo bien, muy bien zozobrando y navegando
en el mar de las copas, un mar de colores intensos y de sabores fuertes.
El alcohol era una llave maestra, cada copa abría espacios interiores que sin
él, permanecían cerrados a cal y canto, encontraba confidentes solidarios y
cobijo en la barra de los bares en que apoyaba
los codos simulando un gesto de
desvalimiento y socorro. Cerraba en esos tugurios el telón del corazón y no
esperaba aplausos, hacía mutis como podía .Pero no conseguía ni envenenarme
convenientemente y ni siquiera logré unos visillos para taparlo, ahí seguía:
al aire, diseccionado, sangrante, arrítmico y dolorido.
Al volver a casa, en el espejo miraba mi cara deforme, la
boca torcida en un rictus ácido y los ojos vidriosos anegados en humores transparentes. Caminaba dando traspiés por un apartamento
sucio, tropezando con las esquinas de los muebles o tirando algún objeto que se
dolía en su rotura… Así hasta el día siguiente en que me recomponía algo para
el turno de tarde.
Y un día te elegí a ti y desplacé otra vez mi centro de
gravedad. Una noche te engendraste dentro de mí. Conscientemente nunca pensé
tenerte pero viniste a mí. Me fraccioné en dos, en una que crecía dentro de
otra, que se movía dentro de la otra, que tomaba vida dentro de la otra y que
compartían sin rivalidad el espacio, desplazando mi centro de gravedad y haciendo con tu existencia la imposible
pérdida del centro de simetría de mi vida.
Así me convertí en dos
para dejar de ser dos porque una me mataría. En vez de dejar que me matara la
hice cómplice y creé vida.
Te elegí a ti.
CARMEN FABRE
5 comentarios:
¡Qué preciosidad,Carmen!Realmente escalofriante.
Hoy tengo un día de lágrima fácil y este relato, tan especial, ha hecho que no pueda parar de llorar.Contar cosas emotivas, a través de la palabra escrita, puede ser sencillo, lo que no lo es tanto, es que lo escrito llegue al corazón, como es el caso. ENHORABUENA, desde el mio. Un abrazo grande.
Mila
Gracias, Mila.Un beso muy fuerte.
Hermoso, Carmen, lúcido y en perfecta armonía de reflexión. Un beso.
Muchas gracias por tu comentario, Laura y bienvenida¡
¡Impresionante!... No he llorado como Mila, pero me ha atrapado de tal forma, que me ha costado recomponerme para felicitarte por semejante relato. La parte que narra ese fraccionamiento en dos me ha parecido realmente buena (tal vez porque respira poesía).
Que buena forma de despedir mi día. Gracias por este regalo.
Un abrazo mi admirada escritora y amiga
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