Cada noche abría el libro por la
página marcada y buscaba exactamente la frase, la palabra justa en la que
abandonó la lectura el día anterior, no quería perderse nada, ni un solo matiz
del desarrollo. Sus ojos, ávidos, devoraban las letras. Al ir avanzando en el
argumento las manos le sudaban y el corazón se alteraba con las diferentes
fases de la trama, cada una más sorprendente y desconcertante que la anterior. El
libro estaba amalgamado en él, no recordaba cómo había sucedido pero era así y
nunca antes le ocurrió con otro, éste era especial.
Era magnífico, tenía todo lo que
se podía pedir a una historia criminal con tintes psicológicos. Los personajes
estaban perfectamente dibujados, perfilados hasta en su más mínimo detalle
físico y mental; parecía como si
pudieran salir, saltar de las páginas en
cualquier momento y volverse tridimensionales ante él. Hubo noches en las que
los vio en sus sueños hablándole, conminándole a descubrir quién de ellos era
el asesino, el causante de los crímenes, el responsable de que toda su vida se
centrase en un libro, en una historia. Cada uno culpaba a otro y exponía sus razones
de un modo inteligente, incluso se establecían alianzas entre ellos para desviar
su atención con una explicación farragosa de argumentos que resonaban en su
cabeza al despertar. Todos tenían algo que decir para confundirle.
Cuando el policía encargado del caso parecía
cercar al culpable, siempre aparecía algo que desmontaba la resolución; era
agotador y, a la vez, terriblemente adictivo Al despertar , bañado en sudor,
resonaban las palabras, dichas por los personajes en sus oídos hasta bien
entrada la mañana e, incluso, interferían en su trabajo.
Su obsesión iba en aumento
exponencial, al igual que su angustia. Deseaba acabar el libro.
Pero una noche, una noche
fatídica que nunca olvidará, sucedió algo.
Ya creía saber quién era el
asesino y cómo había logrado realizar los crímenes, estaba seguro, faltaban muy
pocas páginas para confirmar su deducción. Dio la vuelta a la hoja y… en blanco, estaba en
blanco; pasó la siguiente y lo mismo y la otra, y la otra… todas estaban en
blanco.
No podía ser. ¿Cómo iba a
comprobar su conclusión? Los nervios le destrozaban materialmente, dio vueltas
por la habitación, volvió a abrir el
libro varias veces pero nada, en blanco. Cuando logró conciliar el sueño los
personajes se le amotinaban en sus pesadillas apremiándole con palabras y
palabras a que descubriera, entre ellos, al asesino.
A partir de ese día las voces
retumbaban cada vez con más insistencia en su cerebro, sin darle descanso. Andaba
por las calles con la sensación de que le perseguían; las personas con las que
se cruzaban incluso algunos compañeros de trabajo, que ayer eran amigos, parecían
tener el perfil del criminal. Un peligro indefinido le acechaba en cada lugar,
en todo momento. Los personajes de la novela no dejaban de hablarle, de
susurrar o gritar en su cabeza. Se burlaban de él riendo sarcásticamente y
provocándole de modo incesante. En el metro se sentaban a su alrededor y en el
trabajo tomaban el aspecto de Angelines o de Miguel, eran ellos metidos en su
cuerpo, lo sabía por las malditas palabras que no dejaban de martillear sus
sienes en cuanto abrían la boca.
Decidió ir al psiquiatra, en las
sesiones de terapia los personajes le seguían acompañando, acosando, sentados a su lado unos y detrás del médico
otros, e irremediablemente le incitaban, con su cháchara continua, a que
descubriera quién era el asesino, retándole cada vez con más insistencia.
No podía seguir así, una noche
atiborrado de ansiolíticos decidió terminar con todo. Se sentó en su escritorio y
despacio terminó la historia, escribió
el nombre del asesino, al acabar de teclear en el ordenador miró sus manos, estaban
manchadas de sangre…
CARMEN FABRE.
3 comentarios:
Una historia redonda, querida. Vuelvo a felicitarte por ella y además te envío un beso. Muaaaaaaaaaaaaaaaa!
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Gracias por visitarme.