Tal vez nada o todo sea en vano, incluso el amor, pero lo dudo.
CARMEN FABRE
Eugenia recordaba el local como
un lugar incongruente dentro del álbum
de instantáneas que llevamos implantado en nuestra memoria. Le parecía
escuchar, como si ocurriese en ese instante, los murmullos, bisbiseos,
tintineos de copas, camareros pasando
con bandejas en equilibrio: “Perdón”, “disculpe”..., sonrisas forzadas y conversaciones tópicas.
Era un cóctel en la “Galería Romanones” con invitados del mundo de los
negocios, cultural y político. Estuvo a punto de no ir, se notaba cansada
después del trabajo. Había tenido una jornada agotadora en la Editorial, la
traducción de la novela del autor polaco la
desesperaba, no lograba dar con el
sentido adecuado del texto al transcribirlo a inglés. En fin, quizás algo de
distracción no le vendría mal. Su amiga Lía la terminó de convencer y se
ofreció a ir con ella.
Pensó que debería ir a casa y
arreglarse un poco pero estaba segura de que si lo hacía ya no saldría. Fue al servicio y se miró en el espejo. Bastaría con maquillarse
un poco y retocar el peinado. El traje sastre color guinda que llevaba le daba
un aire elegante, su estatura y porte hacían el resto.
Lía condujo hasta la Galería,
dejó el coche al aparcacoches y entraron. Al poco rato la perdió de vista. No
conocía a nadie, el agotamiento iba en crecimiento exponencial. Se bebió varias
copas y acabó a poyada en la pared al lado de un cuadro enorme y dorado. Me
voy, pensó. No hago nada aquí, seguramente hay una parada de taxi cerca.
Al levantar la vista e intentar
recomponerse algo, se encontró con unos ojos grises en los suyos. Un hombre
varios años, casi bastantes más que los de ella la miraba mientras contestaba,
distraídamente, a una conversación que no parecía interesarle mucho.
Eugenia le miró los pies y no
fallaba; mirar a un hombre a los pies es
como si le dijeras: “Ven” y fue.
Escuchó una voz agradable que le
preguntaba si estaba sola. Siempre lo estoy, dijo. ¿Puedo acompañarla? Me iba
ahora mismo y una lágrima, dos, tres… se escaparon suicidas saltando al vacío desde sus ojos. ¿Por qué se le
escaparon? Quizás inconscientemente
intentaba y no conseguía hacer la respiración artificial a su angustia, a la
resaca del desconcierto…, nunca lo supo.
Aquel hombre le ofreció su brazo
y salió de allí. Montó en su coche, un
porsche gris, él le puso el cinturón y
bajó la ventanilla mientras seguía
llorando. No sé qué me ha pasado, he tenido un día duro, he bebido demasiado…
disculpe, dijo mientras cogía el pañuelo
de papel que él le ofrecía. No importa, dígame su dirección y la dejo en su
casa.
Durante el trayecto le miró de
reojo varias veces. Algunas mechas blancas se mezclaban entre el pelo ya gris,
las manos cuidadas y las uñas perfectamente recortadas. No llevaba anillo y no sabía por qué pero
intuía que no se trataba de que intentase iniciar una aventura pasajera con ella.
Llegaron a su casa y bajó del
coche. Espero volver a verla, Eugenia. Ella por primera vez, esbozó una sonrisa
al mirarle a los ojos.
Y supo con certeza absoluta que, si quería ,
podría ser suyo y que, quizás, nada fuese en vano
2 comentarios:
Vaya, es un relato agridulce, querida amiga. Tiene final feliz, pero no sé, desprende tristeza también. Me ha gustado mucho, no obstante.
Un besazo!
Gracias, Laura.Sí, destila tristeza..
Un beso.
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