miércoles, 29 de julio de 2015

ELLOS.

ELLOS.

Ellos nunca se llevaron bien, ni se respetaron jamás.  Al menos que yo recuerde.

La mejor época fue antes de que mi padre regresara de Francia. Allí trabajó en Correos y en otros empleos de muy diversa índole. Ninguno le satisfacía porque, según él, no estaban a la altura de su genialidad, o eso decía. De cualquier manera y  a pesar de estar lejos, no creo que, ni siquiera entonces, se soportasen demasiado.

Mi madre, por aquel entonces, se defendía económicamente alquilando habitaciones a viajantes y con su trabajo en la escuela. Yo la ayudaba en lo que podía mientras me convertía en uno de esos estudiantes eternos que merodean por la Universidad,  ya cercano a los treinta, e intentando disimular mi edad como podía: me dejaba un bigote o barba algo descuidado, vestía imitando a mis compañeros cada vez más jóvenes…  No me iba mal.

 Y, entonces, volvió mi padre.

Ahora pienso que quizá llegué a quererle. Creo que hasta  profesé cierta admiración por él que terminó cuando empezó a beber de un modo compulsivo. A veces me parece que todavía queda algo de ese cariño, a pesar de sus actitudes cada vez más desagradables. Grita, insulta, amenaza, destroza lo que pilla, no trabaja, pinta y se cree un genio, pero no lo es. Beber, eso es todo lo que hace.

 Y era mi madre  la que le compraba la bebida ¿Por qué? A veces creo que se trataba de una venganza.

Sí, se vengaba porque él arruinó su vida y la de ella. Se vengaba porque existía, porque le conoció, porque se enamoró, porque se defraudó pronto, porque no era capaz de dejarle, porque se había hecho adicta a su relación tóxica… y como no se atrevía a matarle, colaboraba en su muerte de modo consciente.

 En ocasiones la veía mirándole mientras él se tambaleaba y decía frases inconexas. Parecía complacerle la degradación de mi padre. Y le seguía comprando alcohol, como si fuera su esclava. Una venganza sutil e incomprensible para nadie más que para ella.

 De otro modo diferente, ella también estaba atrapada en el alcohol. Era adicta a él y su destrucción paulatina.

No intentaba que la vida mejorase si no que fuese peor.

Lo  lamentable es que se hubiesen casado y tenido hijos, no debían haberlo hecho. Lamentable para los dos y, sobre todo, para mí. “Daño colateral”—me llamó él un día después de media botella de bourbon.

 Era sarcástico, caustico, psicópata…En una palabra, malvado.

Estoy convencido de  que, en algún momento difuso en el espacio y el tiempo, mi padre fue un hombre brillante, con capacidad artística, creativo…pero su narcisismo y la percepción de que el mundo, la vida, le debía algo, acabó con él emborrachando las neuronas hasta que las fue aniquilando  una a una, como en una guerra de guerrillas.

 Mi madre no lo era tanto y, quizás por eso, le odiaba tan intensamente  y, a la vez, le cuidaba.

Hoy es uno de esos días en que se pone imposible. Lleva bebiendo desde primera hora de la mañana y se dedica a amenazar,  fanfarroneando, a quién sabe qué o quién.

Da auténtica pena. Es un hombre grueso, inestable, que habla con la energía ficticia que proporciona el alcohol. Hace algunos años quizás impusiera algo de miedo, que no respeto, pero ahora… Su cuerpo es fláccido  y desmadejado, envejecido prematuramente a causa de la bebida.  Resultaba casi imposible deducir, imaginar, cuál habría sido su aspecto de joven.

—Deja de comportarte así—dije—mirándole fijamente—No te soporto más, no os soporto más.

Mi madre, a continuación, como en una escena ensayada de  indefensión aprendida, se encerró en su cuarto preparándose para el ritual que vendría a continuación y que seguía un orden.

 Más tarde, cuando se hartase de vocear, lanzar exabruptos, insultos y desgañitarse,  aporrearía la puerta del cuarto de mi madre, la rayaría con algo y daría golpes con las botas.

Ya no se repara nada. Queda, el destrozo permanente de la casa, como un tributo al sinsentido de esta vida.

 Él se revolvió, me maldijo y dio un manotazo al aire de tal modo que casi se cae. Consiguió enderezarse y comenzó a gritar. Me gritó a mí, a mi madre y a no sé qué fantasmas de su mente.  Abrió la puerta y salió. Gritó, aulló a nuestra casa y a las  que se levantaban a ambos lado de la calle.

En las casas del vecindario se encendieron algunas luces pero nadie descorrió los visillos, abrió las ventanas o salió a la puerta.

 Pienso que, quizás, si alguien lo hubiera hecho, se habría sentido menos solo y yo, también.

CARMEN FABRE.


2 comentarios:

rosg dijo...

Qué relato tan terrible, precisamente porque es real y que sucede bastante a menudo. Gracias Carmen.Lo has contado muy bien.

Anónimo dijo...

La naturaleza humana es muy extraña. A veces pienso que estaría bien lo de reencarnarse en un bicho, así, al menos, sabría a lo que atenerme.
Has logrado poner rostro a los personajes en un ambiente hostil. Felicidades por el trabajo.

Un abrazo.

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