IMPOTENCIA.
Una sombra cada vez más alargada se extendía y oscurecía mis
pensamientos, me sentía tremendamente triste. Mi madre había muerto y yo iba
conduciendo con mi padre al lado camino del pueblo para enterrarla. El coche
fúnebre emprendió la marcha delante de nosotros, y al poco tiempo se perdió
entre la maraña de vehículos que salía de Madrid. Habíamos quedado en Espinosa
con él y el resto de la comitiva a las cinco de la tarde, cada uno que fuera a
su ritmo.
El viaje transcurría
tranquilo, pasamos Buitrago, La Cabrera…pueblos que evocaban los veranos de mi
niñez y precoz adolescencia, cuando toda la familia y el perro salíamos de
vacaciones para tres meses, metidos, no sé cómo, en el seiscientos.Iba absorta
en mis recuerdos cuando de pronto, justo cuando tomaba la salida de la
autopista lo noté, estaba llegando, ahí
estaba otra vez, no podía hacer nada para evitarlo y lo sabía. Sin avisar, como
siempre.
Una sensación de angustia
ascendió por mi pecho hasta la garganta trenzando un nudo invisible cada vez
más patente que me ahogaba. Ya sabía lo
que vendría a continuación. Miré a mi padre y vi que afortunadamente estaba
como adormecido, sin darse cuenta de nada.
Disminuí la velocidad y me desplacé al carril derecho. Tenía
que avanzar despacio, conducir de modo casi automático y centrarme en controlar
el cuadro fisiológico que se iba extendiendo y que tan bien conocía. ”Puedo
controlarlo y tengo que controlarlo”. Pero todos los recursos que debía emplear
cuando notaba que se iniciaba uno de mis ataques de ansiedad, no podía
utilizarlos: no podía dejar la mente en blanco, no podía pensar en nada, ni
cerrar los ojos, no podía meter mi cara en una bolsa de plástico, no podía hacer
nada de eso, nada…haciendo un gran esfuerzo abrí de par en par los ojos y
delante de mí vi uno de los túneles de Somosierra. Perdí la poca tranquilidad
que me quedaba al mirar aquella oquedad oscura, tenebrosa, en la que me
faltaría todavía más el aire que ya entraba en mí boqueando como un pez.
Hiperventilaba de modo cada vez más intenso, el corazón me hacía daño con sus
latidos en el pecho. Las manos se me resbalaban en el volante del sudor y un
temblor de brazos y piernas impedía que coordinase los movimientos para
conducir. No podía pensar. Las bocinas de los coches sonaban a mi alrededor, mi
padre se incorporó para mirarme y decirme algo que no oí. No sé cómo detuve el
coche y la oscuridad se apoderó de todo. Tenía que salir de allí, me faltaba el
aire, me ahogaba.
La puerta se abrió bruscamente, alguien me levantó y sacó en
volandas mientras me hablaba, pero yo no entendía lo que decía, solo notaba
unas inmensas ganas de vomitar, dolor en el pecho, sudores fríos y un terror
anticipatorio que me bloqueaba e impedía casi respirar…Noté una mano que me
acariciaba y rompí a llorar de modo convulso y descontrolado, quien fuese me
abrazó y escuché: “Shsssss, shssssss… no pasa nada, respira despacio, muy
despacio, acompásate a mí” y me apretó a su cuerpo.
Fui calmándome y al
rato levanté la vista. Mi padre estaba compungido, no entendía nada de lo que
me había ocurrido. Al darme cuenta de la proximidad de un cuerpo me sentí
avergonzada e intenté retirarme, quité la mano de un modo súbito, me pareció
que la tenía tan apretada que debía interrumpirle la circulación. Me sentí
incómoda.
—Shssss, no te preocupes —me dijo casi susurrando —Todo está
en tu mente. Todo se supera. Tú puedes hacerlo. Cierra los ojos. Piensa en
algún lugar donde te gustaría estar, en un sitio tranquilo, relájate….
— ¿Cómo te llamas?
—Carmen—dije en un hilo de voz.
No recuerdo exactamente qué ocurrió a continuación ni tengo
consciencia exacta de nada más hasta el momento del entierro de mi madre, pero
no olvidaré aquella sensación de no poder hacer nada, ni la de poder superar
todo que me transmitió aquella persona. Nunca supe quién era ni cuál era su
nombre.
CARMEN FABRE.
2 comentarios:
Una experiencia inquietante, desde luego. Pero a veces aparecen esos ángeles de la guarda que nos sujetan cuando estábamos a punto de caer.
Yo también lamentaría no haber podido darle las gracias.
Un gran relato, Carmen.
Gracias Fefa, sí hay ángeles y las dos lo sabemos..
Besos.
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